En la historia de la humanidad, la necesidad o el afán de mejora ha sido una constante para el hombre que ha luchado permanentemente por encontrar mejores condiciones de vida. Junto con la creatividad y con la capacidad de hacer cosas nuevas, este impulso consustancial con la naturaleza humana nos ha llevado muy lejos, -o traído, según queramos contemplarlo desde el pasado o el presente. En el 2001 de Kubrick encontramos buenas referencias, desde descubrir que un hueso podía ser una herramienta, hasta conquistar el espacio.
Pero no ha sido hasta el siglo XX cuando la ciencia económica ha prestado atención a este fenómeno. Schumpeter fue de los primeros en reconocer el papel relevante que tiene la innovación en nuestro sistema económico. Probablemente haya sido la irrupción de la tecnología de la información la que haya incorporado, desde los años 80, la innovación en el discurso diario de la sociedad, la política y la administración.
En Europa se abusa ahora tanto de este concepto que incluso se hace recaer sobre él el enorme peso de nuestro bienestar.
¿Tenemos las cargas sociales más elevadas? La innovación permitirá a la industria ser competitiva. ¿Nos autolastramos con la política climática más exigente? Deberemos desarrollar una industria ambiental innovadora que, además, venderá su tecnología en todo el mundo. No nos equivoquemos, la innovación es una parte fundamental del sistema económico, pero no puede ella sola compensar las carencias de los otros factores de producción. Y más si contamos con una administración compleja, con múltiples niveles desde el europeo al municipal, que no facilita precisamente la innovación. Transgénicos, mundo digital, energía… son múltiples los casos en los últimos años que nos muestran las reticencias de nuestra sociedad a aceptar los cambios. ¿Queremos que la innovación marque nuestra forma de vida? No lo parece, puesto que la lastramos más de lo que puede soportar.
Es el momento de evolucionar hacia una Europa más ágil y con menos trabas.